Autor: Erika Gallego Becerra
En un cuarto sin ventanas y con muchos espejos suenan los saltos descalzos que recibe una superficie de madera. Se trata de un reducido grupo de personas que, rodando en el piso o unas sobre otras, improvisa movimientos a su propio ritmo y compás.
Es danza contacto, uno de los programas de formación artística de la Secretaría de Cultura de Pereira que antes de la pandemia se realizaba en el Centro Cultural Lucy Tejada. La única condición es el contacto permanente con alguna parte de otro cuerpo. Algo hoy en día imposible.
Nota aclaratoria de la autora
Quién iba a pensar que mientras ponía punto final a este relato de experiencias vividas con mi cuerpo, entrábamos en una especia de trance que nos alejaría precisamente de las sensaciones que a continuación se evocan. Que mientras en un salón experimentábamos nuevas formas de tocarnos y sentirnos, en otro continente, y sin tener la menor sospecha, se gestaba lo antónimo al tacto, hasta ponerlo en pausa. Cómo podríamos saber que extrañaríamos lo que muchas veces nos incomoda en el día a día de la vida social.
Nos enfrentamos a nuevas formas de estar cerca: una imagen en pantalla, una voz a través del teléfono, una frase musitada ya no con las cuerdas vocales sino con el sonido de un teclado. Lo intentamos a toda costa porque la cercanía, y sobre todo el tacto, hacen parte de nosotros. Quizás, después del oxígeno, es lo primero que sentimos al nacer: unas manos tibias que nos acogen y nos dan la bienvenida.
Cuando pase la pandemia nos lanzaremos con más seguridad y deseo al lenguaje del cuerpo y a sus sublimes posibilidades. Es inevitable.
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Muchos nos hemos sentido incómodos cuando en el transporte público, lleno a más no poder, todo se toca con todo. Es muy común ver el contacto como algo incorrecto, incluso irrespetuoso, eso lo aprendimos desde pequeños en casa y lo reforzamos afuera, en los lugares comunes y públicos donde está la presión de la sociedad. Sucede lo mismo con las advertencias de mamá, grabadas e incrustadas en la memoria: ´´No corra que se cae´´, ´´no se arrastre por el piso´´, ´´se va a ensuciar´´; la lista es larga.
Y como llevándole la contraria a todo eso nace la danza contacto (también denominada «contact improvisación»), clasificada como un tipo de danza posmoderna que se caracteriza precisamente por propiciar actividades poco usuales en la tradicional como correr, caer, arrastrarse por el piso, y lo más importante: tocar.
Tocar al otro, sentirlo, compartir su sudor mientras ningún movimiento está planeado.
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En un salón amplio ubicado en el sótano del Centro Cultural Lucy Tejada, Diego González, encargado de guiarnos en este viaje corporal, antes de dar respuestas, pregunta: ´´ ¿qué es el contacto improvisado? ´´, y… divagamos. La mayoría había alimentado la imaginación con algunos videos de Youtube, nada más. Diego nos ofreció luces sobre el asunto contándonos que se creó por allá en los años 70 gracias a Steve Paxton y Nancy Stark, quienes emprendieron la búsqueda por encontrar diferentes formas de relacionarse con el cuerpo humano a través del movimiento, fusionando la acrobacia, las artes marciales y la danza.
´´Es revolucionaria ya que se revela inclusive contra las reglas de la danza contemporánea donde hay tiempos y existe una coreografía. Esto es una danza de exploración libre, heterogénea, donde todos sin importar su habilidad, género o edad pueden participar´´
El primer reto, como si de un entrenamiento para la vida se tratara, fue dejar el miedo. Uno de los primeros ejercicios era correr al final del salón y dejarse caer; luego rodar por el piso, cargar al compañero y hasta hacer masajes. Contactos que consistían en relajar y conocer al otro, dando pequeños golpecitos o apretones en algunas partes del cuerpo, identificando las zonas sensibles al dolor para más tarde en la danza no lastimar.
Después de varias clases el asunto dejó de ser inquietante y raro, y empezó a ponerse divertido. Al finalizar cada sesión formábamos un círculo para socializar cómo nos habíamos sentido, qué habíamos aprendido y qué notábamos en comparación con la primera clase. En este punto todos estábamos de acuerdo con una cosa: ninguno se arrepentía de haber entrado en el asunto, pues la tranquilidad, sintonía y purificación después de cada jornada era maravillosa.
Recuerdo tres momentos particularmente:
Liberación. Con los ojos cerrados y los sentidos despiertos, en el vaivén que produce escuchar los propios latidos del corazón, el cuerpo empieza a adoptar formas sin nombre y sin límite. Sin reglas para moverse adecuadamente ni pasos que seguir más que los propios, el objetivo era dejar salir, a través del movimiento, lo que cada uno quisiera o debiera expresar. Para esto formamos parejas, uno ´´bailaba´´ o se movía indiscriminadamente por todo el salón con los ojos cerrados mientras el otro se encargaba de evitar que el primero chocara con algo.
Conexión. En una suerte de todos con todos, la definición más amplia y acertada de lo que es el contacto improvisado, que inicia suavemente con tocar la punta de los dedos o cualquier otra parte del cuerpo. Girando en torno, o en su propio eje, y dejándose llevar por los sentidos, como en una telaraña que se teje con cada movimiento y funciona en conjunto. No existe un manual de instrucciones, ni un paso a paso. Hay una conexión con uno mismo desde adentro que logra abrirse y relacionarse a través del contacto usando movimientos auténticos como lenguaje corporal, una conversación sin palabras en un baile improvisado y único.
Catarsis. El momento quizás más emotivo, que a su vez logra sellar el ciclo de experiencias y que fue el más íntimo de todos. Si es que después de tanto cuerpo a cuerpo algo puede ser más íntimo. Al concluir otro momento de improvisación con frenesí a flote, Diego nos pide mirarnos a los ojos. Si alguna vez han hecho esto por segundos prolongados notarán una especie de incomodidad o tímidas sonrisas, que no nos sucedió en ese momento preciso. Acto seguido viene un abrazo. En la vida común, en un día cualquiera, abrazar por más de diez segundos se consideraría casi un acoso, pero en danza contacto significó la paz absoluta.
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´´Yo soy profesora de niños y manejo mucho estrés durante la semana y desde que empecé aquí me he liberado mucho, siento menos estrés´´, mencionó una de mis compañeras. Y así como ella, otros y otras, que llegaban allí después de sus obligaciones del día, compartían esa opinión: ´´Incluso siento que duermo mejor».
Tampoco sobra mencionar que el contacto improvisado también ha sido utilizado en muchos casos como tratamiento terapéutico en personas con discapacidades físicas e incluso mentales. Añade Diego Gonzáles:
´´Está muy ligado al estudio de la somática en la que se toma conciencia de diferentes lugares del cuerpo, y a partir de ahí, su relación con el movimiento. Por eso se hacen ejercicios fundamentados en el sacro, que hace parte de la anatomía que se convierte en un eje y nos liga a la estructura, al movimiento y a la vida´´.
Ya sea desde un punto de vista espiritual, medicinal, como danza, o sencillamente para experimentar y abrirse a nuevas formas, la danza contacto puede ser para todos sin excepción alguna porque supone el conocimiento propio, desde adentro, y abarca un expresionismo artístico fuera de límites y normas.
Ahora con seguridad quienes participamos del ejercicio no nos sentiremos incómodos en el transporte público en plena hora pico, mucho menos temerosos a terminar en el piso por algún tropiezo. Entendemos la importancia y la carga energética que significa el roce piel con piel.
Sin pensarlo mucho nos atreveremos a dar una caricia o un abrazo, aceptando y comprendiendo el contacto como lo que es: parte de la naturaleza, e incluso, algo completamente necesario.