En medio de paredes hechas de bahareque y cagajón se oculta toda una intimidad. Pero no incluye a una chapolera trenzando su cabello y desvistiendo su cuerpo, sino que oculta toda la sensualidad del verdadero café tostándose debajo de los aleros. Relatos encontrados en un recorrido veredal realizado desde Santa Rosa de Cabal hasta Marsella pasando por el alto El Español.
Por: Paula Beltrán.
Nos han mentido acerca de que el alcohol es la única bebida que puede llevarnos a insinuaciones lujuriosas. Los jornaleros sabían muy bien que era el café el que nos podía llevar a ideas poco decorosas; fraguadas en medio de platanales, cultivos de caña o guadales, y alimentándose incluso de la música parrandera de Guillermo Buitrago resonando en radiolas.
Esta búsqueda hacia ese tipo de voluptuosidades se esconde en el departamento de Risaralda, hacia la ladera occidental de la cordillera central, concretamente en Serranía del Nudo que finaliza asomada en el río Cauca. Todo un pasaje influenciado por la arquitectura de la colonización antioqueña, estática en el tiempo, pero desgastada ya por la vida misma donde se amontonan historias indecentes propiciadas por un tintico.
En este viaje por rutas cafeteras nos es dado imaginar a un tipo con nombre suntuoso como Juan Valdez, pero lo cierto es que su figura está muy lejos de entender que esas historias empiezan con un campesino como don Ricardo Ramírez, sentado en una mañana de domingo en el parque de Las Araucarias en Santa Rosa de Cabal:
“Yo encontré el amor hace más de 40 años en este pueblo, levanté a mis hijos a punta de café, y le puedo decir algo, si no hay café: no hay nada”.
Y tiene mucha razón, además del factor económico invaluable que se carga sobre esta bebida, el café se encuentra en la vida cotidiana de estos hombres y mujeres que han pasado años sorbiendo la parte más sensitiva y exquisita del grano.
Se ha convertido en un hilar de estas tierras para conectar a los lugareños de distintas maneras. Por ejemplo, en el mismo parque de Las Araucarias me encontré con don José Noel Restrepo, un hombre que ha ganado una clase alta dentro de estos campesinos cafeteros gracias al taller de despulpadoras de café que montó tiempo atrás:
“Yo ya tengo unos 71 años caminando por este mismo parque, pero esas araucarias que usted ve ahí llevan casi cien años en este lugar, ¿recuerda que fue el papá de Daniel Vidal, el de la farmacia de acá abajo, quien las sembró en 1924?”, le pregunta a don Eladio Giraldo que conoce hace años y vende tintos en el mismo parque (otro personaje que ha hilado el café dentro de esta ruta), a lo que responde:
“Sí, junto con un viejito llamado Eliazar Henao, el cual también murió hace un par de años, y fueron quienes tuvieron la idea de embellecer este lugar porque solo era un empedrado”.
Don José termina por contarme que los días han cambiado el lugar, que quizá es el ritualismo con el café – me preocupé por indagar más—el que no había cambiado: usualmente lo prepara suave, y me dice que fue la excusa perfecta para acompañarlo en medio de su trabajo, y claro, convertirse en todo un elemento del cortejo de esas mujeres a quienes amó.
Además de ellos dos se suma don Álvaro, un comerciante de la plaza de mercado que queda a unas cuantas cuadras más abajo del parque, y donde lleva exactamente 21 años sin poderse amañar (esto me lo cuenta con un tono sarcástico mientras quiere integrar dentro de la conversación a su proveedor; un campesino muy silencioso de una finca cafetera que le escoge los mejores granos). Ambos son hombres muy particulares, pero la verdadera singularidad que voy encontrando en todas estas historias es esa reiteración del café como un determinante para unir todas las relaciones que se entretejen por este lugar.
Asimismo, andando en medio de las fincas cafeteras por la vía del Alto de la Cruz, llegamos a Marsella, donde encuentro a doña Doris, quien me ayuda a terminar de hilar solo una parte de estas historias íntimas. Ella me cuenta que su esposo está enfermo, y que últimamente es la soledad quien le ha ganado terreno por estos días, y que, en su intimidad, incluye un café que prepara con panela, “me hace daño, pero eso no ha sido excusa para dejarlo, como muchas cosas en la vida”, añade.
De esta manera, indagar por la intimidad de cada uno junto al café, es una sensación que empieza por describirse con tintes ácidos, y un sabor tostado –incluso lo asemejan a un sabor a madera–. La experiencia es demasiado caprichosa, otros han hablado de un sabor a caramelo, o quizá a un sabor a naranja.
Pero creo que principalmente la lujuria con la cafeína tiene un origen en la siembra y en el grano. Además, claro está: en el modo de la preparación. La cual va enlazada junto a ese ritualismo que cada persona escoge. Muchos en este aspecto me han relatado su experiencia agregando un recuerdo de infancia, una mañana despejándose, una compañía o un libro.
Me parece curioso que el café favorito de cada uno se convierta en un reto para llevarlo a las palabras, la metáfora que encontré en sus relatos también significó descubrir un elemento en el Paisaje Cultural Cafetero. Tomar café se convirtió en tomar calorcito, tomarse la nostalgia de esos años que se recogen con dificultad en el filo de la memoria, o el momento sagrado no solo para contemplar precisamente ese viaje por el que caminé, sino mirar en las entrañas y sentir esas emociones, a veces viscerales y profundas; toda una intimidad muy arraigada a la esencia del café.